Cualquier actividad humana, desde tiempo inmemoriales, ha venido marcada por el tiempo. La necesidad, a veces obsesión, de de ser consciente del paso del tiempo está presente desde los mismos inicios de la Historia.
Las campanas están presentes como heraldos de ese paso del tiempo desde hace más de 2000 años. En Occidente, cualquier asentamiento humano ofrece en su silueta el panorama sonoro de unos portavoces, tan humildes como magníficos, que van pautando el tiempo día a día, que comunican alegrías, penas, festividades o alarmas, que han sido, en resumen, el medio de comunicación de la humanidad durante el último mileno.
Ahora, en estos tiempos modernos que tanto han hecho por nosotros, el sonido de la campana se ahoga en el tráfago que nos inunda, que nos rodea. Esta sociedad moderna, ruidosa y orgullosa inunda los cielos de luz, el aire de ruido, de cacofonía. No podemos ver las estrellas en nuestra ciudades como tampoco podemos oír las campanas. Sus mensajes, ahora cada vez menos necesarios, se pierden poco a poco, sobrepasados por los cambos sociales, tecnológicos y culturales.
Y de la misma forma que la función de las campanas languidece, así lo hacen también los hombres que en sus tiempos les daban vida. El oficio de campanero desapareció de las nóminas de los ayuntamientos hace ya más de 50 años, y la decadencia llevó al abandono de las campanas y los campanarios.
Si bien todavía tímido, escaso e incipiente, comienza a resurgir en toda Europa voluntarios, aficionados y románticos, que pelean por devolver a las campanas parte del esplendor que en otro tiempo ostentaron; que tratan de recuperar y salvaguardar tradiciones y toques, algunas de ellas ya perdidas para siempre.
Todavía quedan sensaciones bellas en el mundo, muchas de ellas olvidadas. El tañido de una campana rompiendo el silencio es una de ellas.